jueves, 23 de julio de 2020

Princesa Part 1



En todo encuentro siempre hay una persona que domina la situación y que a lo mejor te hace frente. Si pierdes, pierdes la lucha por una vida mejor, más justa, más noble y más agradable. La mayoría de nosotras no ha encontrado otra manera de expresar la lucha que se libra en nuestro interior, todos esos deseos inalcanzables, más que a través de lágrimas de frustración o dolor, rabia, depresión, silencio y sumisión, y todo esto constituye pérdidas instantáneas e irrecuperables.

He encontrado una manera de que las mujeres se conviertan en artífices de su rabia y su deseo.

La necesidad de adquirir esta capacidad se me presentó una noche, en el Palace Bar de San Francisco.

Eran las dos de la mañana. El pianista había huido hacía tiempo. Pero mis amigas, Nora y Judith, y yo no teníamos adónde ir, aunque Nora tenía que entregar un trabajo y Judith trataba de no pensar si su amante acabaría la noche con ella o con alguna otra. Yo le había prometido a D. que lo llamaría al volver al hotel, pero su voz era una ducha fría que no estaba dispuesta a sentir, la voz de un hombre que me había dejado sola cuando más lo necesitaba. ¿Qué habíamos hecho mal, tres mujeres que exhibíamos el éxito como quien lleva una medalla? ¿Por qué nos daba tanto miedo enfrentarnos a nuestra propia vida? ¿Por qué no éramos guerreras y sí unas inútiles?

Y allí estábamos, tres mujeres formidables, capaces de negociar contratos multimillonarios, pero incapaces de subirnos el sueldo. Aunque nos guste controlar, en nuestras relaciones afectivas siempre cedemos el control y acabamos siguiendo el juego que nos imponen. Aunque somos fuertes, pedimos poco y después nos sorprende obtenerlo. A veces voy por Times Square de camino hacia el trabajo y veo esos carteles que anuncian: ¡Chicas en vivo en escena! Odio lo que representan, pero de todos modos soy capaz de apreciar la ironía: las chicas en vivo merecen ser estrellas; por las calles me cruzo con multitudes de mujeres mortecinas, de mirada perdida, con expresión pasiva y el ego disminuido por sus propias expectativas negativas.

Hasta ahora, las mujeres no hemos tenido un lenguaje para luchar. No hemos podido expresar nuestro deseo de poder. Yo sabía que quería poder, pero no sabía cómo conseguirlo. Cuando llegué a ser editora, me encontré trabajando con altos ejecutivos, colaborando con ellos para confeccionar los libros que les garantizaran un legado intelectual. Me formé a mí misma para ser su editora, esa empresaria que confiaban que respetaría sus contratos y sus palabras. Cuando me convertí en su confidente intelectual, me fui acercando cada vez más al centro de lo que los motivaba.

Un ejecutivo muy reservado me invitó a visitar su despacho personal y me pidió que analizara sus pasillos y rincones como si de su mente se tratara. Desde sus salas de juntas hasta sus emociones, estudié de cerca a una variedad de líderes empresariales y de la administración, de personas que imponen modas y estrategias. Me convertí en depositaria de sus confesiones, sus ambiciones, sus temores y muchas cosas más. Me explicaron cómo amasaron su fortuna. Me mostraron cómo se domina a los subordinados y los súbditos. Todo lo que aprendí de ellos me enseñó a ascender en la empresa, a prosperar en una relación, a tomar del mundo lo que deseaba.

A menos que aprendamos a elegir por nosotras mismas, estamos condenadas para siempre a ser princesas escondidas que, en lugar de gobernar en palacio, estamos cautivas en el Palace Bar, protegidas por nuestro fracaso.



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