En
todo encuentro siempre hay una persona que domina la situación y que a lo mejor
te hace frente. Si pierdes, pierdes la lucha por una vida mejor, más justa, más
noble y más agradable. La mayoría de nosotras no ha encontrado otra manera de
expresar la lucha que se libra en nuestro interior, todos esos deseos
inalcanzables, más que a través de lágrimas de frustración o dolor, rabia,
depresión, silencio y sumisión, y todo esto constituye pérdidas instantáneas e
irrecuperables.
He
encontrado una manera de que las mujeres se conviertan en artífices de su rabia
y su deseo.
La
necesidad de adquirir esta capacidad se me presentó una noche, en el Palace Bar
de San Francisco.
Eran
las dos de la mañana. El pianista había huido hacía tiempo. Pero mis amigas,
Nora y Judith, y yo no teníamos adónde ir, aunque Nora tenía que entregar un
trabajo y Judith trataba de no pensar si su amante acabaría la noche con ella o
con alguna otra. Yo le había prometido a D. que lo llamaría al volver al hotel,
pero su voz era una ducha fría que no estaba dispuesta a sentir, la voz de un
hombre que me había dejado sola cuando más lo necesitaba. ¿Qué habíamos hecho
mal, tres mujeres que exhibíamos el éxito como quien lleva una medalla? ¿Por
qué nos daba tanto miedo enfrentarnos a nuestra propia vida? ¿Por qué no éramos
guerreras y sí unas inútiles?
Y
allí estábamos, tres mujeres formidables, capaces de negociar contratos
multimillonarios, pero incapaces de subirnos el sueldo. Aunque nos guste
controlar, en nuestras relaciones afectivas siempre cedemos el control y
acabamos siguiendo el juego que nos imponen. Aunque somos fuertes, pedimos poco
y después nos sorprende obtenerlo. A veces voy por Times Square de camino hacia
el trabajo y veo esos carteles que anuncian: ¡Chicas en vivo en escena! Odio lo
que representan, pero de todos modos soy capaz de apreciar la ironía: las
chicas en vivo merecen ser estrellas; por las calles me cruzo con multitudes de
mujeres mortecinas, de mirada perdida, con expresión pasiva y el ego disminuido
por sus propias expectativas negativas.
Hasta
ahora, las mujeres no hemos tenido un lenguaje para luchar. No hemos podido
expresar nuestro deseo de poder. Yo sabía que quería poder, pero no sabía cómo
conseguirlo. Cuando llegué a ser editora, me encontré trabajando con altos
ejecutivos, colaborando con ellos para confeccionar los libros que les
garantizaran un legado intelectual. Me formé a mí misma para ser su editora,
esa empresaria que confiaban que respetaría sus contratos y sus palabras.
Cuando me convertí en su confidente intelectual, me fui acercando cada vez más
al centro de lo que los motivaba.
Un
ejecutivo muy reservado me invitó a visitar su despacho personal y me pidió que
analizara sus pasillos y rincones como si de su mente se tratara. Desde sus
salas de juntas hasta sus emociones, estudié de cerca a una variedad de líderes
empresariales y de la administración, de personas que imponen modas y
estrategias. Me convertí en depositaria de sus confesiones, sus ambiciones, sus
temores y muchas cosas más. Me explicaron cómo amasaron su fortuna. Me
mostraron cómo se domina a los subordinados y los súbditos. Todo lo que aprendí
de ellos me enseñó a ascender en la empresa, a prosperar en una relación, a
tomar del mundo lo que deseaba.
A
menos que aprendamos a elegir por nosotras mismas, estamos condenadas para
siempre a ser princesas escondidas que, en lugar de gobernar en palacio,
estamos cautivas en el Palace Bar, protegidas por nuestro fracaso.
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